La niebla del olvido

La niebla del olvido

Género    Novela
Editorial Mira Editores S.A. Zaragoza
1ª edición febrero 2007
reimpresión enero 2008
Nº páginas 234
ISBN 978-84-8465-216-5
Portada e ilustraciones J. Gracia

 

 

UNA HISTORIA DE AMISTAD

Y DE SOLEDAD SOBREVENIDA

Este relato, como la vida, está poblado en ocasiones de seres extraordinarios escondidos tras una máscara de cotidianidad. La máscara la aportan los lugares, actividades, vivencias y tipos comunes a cualquier lugar de España – la concreción tópica del relato es completamente accidental- en los años cincuenta del siglo XX y los primeros del XXI.

La excelencia viene dada por la actitud y motivaciones de personajes que destilan, a veces, maravillosa profesionalidad, laboriosidad callada y siempre cariño, solidaridad y amor. A pesar de todo ello, la soledad, que a todos “nos acosa, nos persigue”, hace presa en los protagonistas que corren el riesgo de que su “memoria se vaya hundiendo para siempre en la niebla gris del olvido”.

En el trasfondo de todo, obra en esta novela un canto entusiasta y sincero a la amistad.

 

FRAGMENTO INICIAL DE LA NIEBLA DEL OLVIDO

 

 

DOS AMIGOS      

     

Un bochorno denso y pegajoso, casi líquido, inundaba la plaza como una mansa marea de sol derretido y mantenía a las gentes de Pueyo de Arbués en la penumbra acogedora de los pisos bajos y los portales de sus casas. Aquella tarde de principios de septiembre hasta los vencejos evitaban sus vuelos largos e ingrávidos. Horas más tarde volverían a columpiarse de lado a lado de la plaza en trayectorias imprevisibles como móviles negros y chirriantes que colgaran de las nubes y, con extraña precisión, lograran no chocar nunca al subir y bajar, tornar y volver siempre por distinto recorrido. Pero a esa hora se habían acogido, sin duda, a las grietas que el tiempo había tallado para ellos en los ajados muros del caserío de Pueyo y a la sombra maternal de sus aleros o de sus falsas. Por momentos, de la copa de alguno de los árboles de la plaza brotaba una algarabía de gorriones que dirimían sus pequeñas y efímeras querellas territoriales. Después sólo el trépano perpetuo de alguna cigarra horadaba la lenta e hirviente masa del bochorno canicular.

Luciano Fanlo, el maestro, se dejaba hipnotizar por la reverberación cegadora del sol que se colaba por la puerta entreabierta de su escuela. Con un cierto remordimiento, pensaba que a esas horas casi todos los varones de su edad estarían en la eras ofreciendo al sol el sacrificio casi cruento de sus carnes morenas y entecas. ‘Deberíamos distinguirnos menos si queremos que nos sientan cerca de ellos’, pensaba. Se sentía un poco solitario, un poco bicho raro. Y devanaba mentalmente una madeja de palabras de parentesco léxico sólo aparente: ‘Soledad, suelo, sol, asolar, solo, solear, solitario, solano,... ¿tendrían, en el fondo, algún parentesco de significado, alguna relación? ¿y ‘solar’? ¿ tendrían algo que ver todas con encontrarse... solo? Igual tenía razón el papel de esta mañana’. Sacudió la cabeza como para desprenderse de aquellas cavilaciones, abrió un poco más la puerta y se sentó en el banco de madera a leer El árbol de la ciencia de Baroja. Pensó que quizás no era la mejor lectura para esquivar el dolor de soledad, pero ya le quedaban pocas páginas y esa misma tarde quería terminarlo.

Había ocupado la mañana en poner apunto todos los materiales escolares (libros, cartillas, carpetas, cuartillas usadas del Ayuntamiento recicladas para uso escolar...) que sus alumnos reclamarían desde el primer momento de clase. Ya lo tenía todo ordenado en el armario-biblioteca y en la balda de materiales de aula. Para mañana había aplazado el trabajo de cortar a tamaño folio aquellos magníficos rollos de papel que había conseguido en el montón de la basura de la fábrica próxima a casa de sus primos en Huesca. Los tiraban, al parecer, porque presentaban frecuentes manchas amarillentas debidas, quizás, a la humedad. Él sacaría de ellos unas estupendas láminas de dibujo para sus chicos: los colores se encargarían, después, de tapar las manchas amarillas.

Dentro de un rato, cuando su mujer y sus hijos terminaran la siesta, se pondría a ordenar los pupitres de la clase para colocar por edades y niveles a los alumnos que asistirían a sus clases el próximo curso. Ya había preparado la lista y estudiado los agrupamientos: sabía que esta era una estrategia fundamental en el buen funcionamiento de una escuela unitaria. ‘No sólo edades: conocimientos, habilidades,...’

- Usted siempre estudiando, don Luciano: de tanto leer se le van a hacer los sesos agua; y usted perdone que me meta donde no me llaman.

Era el abuelo Genaro, el vecino, que con resignada calma regresaba de llenar el botijo en la fuente arrostrando sin pestañear el solazo insoportable. ‘Bueno para trillar’, iba pensando

- Esta agua es una bendición, tan fresqueta y tan rica. ¿Le cumple un tragué?

- No gracias, señor Genaro: Es preferible no empezar, que luego no se sabe parar.

- Y tanto ¡cómo lo sabe usted! ¡Hala, con Dios! Y no lea tanto, que al final va a saber usted... demasiado.

Y eso que Genaro era de los que querían que su nieto Andrés asistiera a la escuela todo lo posible e, incluso, cursara Bachiller.... Sólo le faltaría leer a Baroja y sacar la conclusión de que la ciencia no explica la vida ni prepara para ella.

El maestro, con una sonrisa comprensiva en los labios, abrió el libro por la página marcada con una vieja cartulina azul y se zambulló en la lectura de la ‘Sexta parte’ de la novela: La experiencia en Madrid.

Cuando terminó con la última página de Baroja, el sol ya había cedido en sus rigores y la sombra se desperezaba ante la fachada de la escuela. En la casa del maestro, en la segunda planta, hacía ya rato que se oían las voces y discusiones de sus hijas; el pequeño quizás aún dormía. Don Luciano, con el libro bajo el brazo, subía las escaleras hacia su clase rumiando aquel texto final de Baroja: Pero había en él algo de precursor. A él esa frase, no sabía por qué, le sonaba como una verdadera amenaza.

Tomó de su mesa el plano de colocación de sus alumnos en clase y comenzó, con toda diligencia, a plasmarlo en la realidad. Cuando, un buen rato más tarde, colocaba los últimos pupitres en su sitio adecuado, sonó en el zaguán de la escuela la voz del cura:

- Buenas tardes, familia. ¿Hace falta echar una mano o qué, Luciano?

- No. Muchas gracias, mosén. Ahora mismo me lavo un poco y bajo. Allí en el portal se aguanta mejor. Siéntese, que enseguida estoy con usted.

El cura era de los que se arremangaban a ayudar a cualquiera en lo que comprendiera que era necesario. Su ofrecimiento no era una simple cortesía; por eso el maestro se apresuró a terminar, asearse y bajar.

- Pero ¿en qué estaba usted tan afanado, Luciano?

- En distribuir los pupitres por edades y conocimientos de los que van a ser sus ocupantes.

- Pues no invita el día a tareas de ese tipo para una persona sola. Si usted me hubiera esperado, entre los dos lo hubiéramos hecho en un voleo.

- Tampoco ha sido para tanto, mosén. No vaya usted a creer.- se disculpaba - Además ésta comienza a ser ya nuestra hora de descanso, paseo, si apetece, y conversación.

- Eso es verdad. Y ¿qué libro lleva bajo el brazo? Porque supongo que no lo traía por casualidad.

- No, ciertamente. Lo he terminado hace un rato y me gustaría que usted lo leyera también para comentarlo. Es una historia triste y desesperanzada. El título arranca de un tema bíblico: el árbol de la ciencia y el árbol de la vida. Pero no tiene nada de religioso, se lo advierto. ¿Lo leerá usted?

- Hombre, a mí me gustan más los libros que esperanzan, que ayudan a vivir y hasta a sobrevivir. Pero, por una tertulia y un amigo, yo hago cualquier cosa.

El maestro sonreía agradecido. Pero la sonrisa dejó pronto paso a un gesto serio y meditativo y a unas palabras dichas en un tono reconcentrado, como para sí.

- La soledad es algo que nos vemos obligados a superar continuamente ¿verdad? Pero nos acecha por todas partes.

- ¿Qué me va usted a decir a mí? Le recuerdo, Luciano, que está usted hablando con un célibe. Y que, si usted, con una mujer y cuatro hijos, siente el acoso de la soledad, puede imaginarse que... Con la ayuda de Dios se supera, pero es precisa una ayuda... omnipotente.

- Aún va a ser verdad lo que dice este papel.

-¿De qué papel me habla, Luciano?

- Ayer revolví unos cajones que todavía, en un año, no había revisado. En uno de ellos no había más que pequeña contabilidad de los gastos habidos en esta escuela y presentados al Ayuntamiento en los distintos cursos. Cada curso en su carpeta. Algo aburridísimo y sin ningún interés. A mí no me gusta hacer cuentas, ya sabe usted.

- Ya sé, ya: ni cuentas ni rosarios.

- Bueno, bueno: ya vuelve el mosén por sus fueros.

- Perdone: era una broma. Continúe.

- Ya sabe usted que don Bernardo, el secretario, al prever las chapuzas de cuentas que le iba a presentar yo, decidió liberarme de esa obligación. ‘Para tener que repetirlas’, me dijo,’ya las haré yo de una sola vez’. Bueno, pues a lo que íbamos. Revisé esos cajones y en el segundo encontré una carpeta , sin duda, olvidada allí dentro por don Agustín, uno de los maestros anteriores a mí.

- Sí, lo recuerdo. Lo recuerdo aunque apenas lo conocí. Era un hombre joven que se hizo querer mucho en este pueblo. Y era más inteligente de lo que dejaba traslucir, me parece a mí.

- Sí, el abuelo Genaro me dijo ayer que ese maestro era muy ‘rocero’, que se llevaba bien con todo el mundo. Pues bien en la carpeta había un diario escrito en el reverso de unas hojas variopintas (de dos calendarios completos de los años 48 y 49, de cuentas escolares ya prescritas...); un diario muy triste y tan personal, que lo destruí después de desechar la idea de indagar por el paradero del autor y enviárselo. Aparte del diario había un montón de papeles menores llenos de dibujos y garabatos. Todos ellos estaban empapados de tristeza. Los quemé, junto con el diario, en la cocinilla; todos menos este.

Luciano lo extrajo del libro en el que parecía ejercer sólo la función de marcapáginas. El cura tomó con respeto y repasó detenidamente aquel pedazo de cartulina azul. Sus ojos se ensombrecieron de tristeza.

- Pobre hombre. Algo malo le pasaba por dentro.

- Por dentro y por fuera. ¿Ha leído el texto de arriba? La soledad no la merecemos, no la alcanzamos, no nos la ganamos... Nace con nosotros. El diario, lo poco que leí, era peor. Por un momento pensé que alguien igual que yo era su autor. Y me entró un miedo irracional a que pudiera llegar un día en que yo escribiera algo así. Un miedo casi animal a la soledad y al desamparo.

 - Pero bueno ¿qué le pasa hoy a este hombre? Luciano, por favor: si usted es amigo de todo el mundo, si todo el pueblo lo quiere y lo respeta. Es amigo del cura sin ser creyente; se lleva bien con el alcalde falangista y con el Cabo de la Guardia Civil siendo un poco rojillo (quede esto entre nosotros); la sacristana y el coro de beatas lo tienen en un altar (curioso, ¿no?). Entre todo esto y su familia, tiene usted menos peligro de encontrarse solo que de hacerse rico con el ejercicio del magisterio.

- Realmente ha dado usted con una comparación tranquilizadora – casi reía el maestro.

- Usted, Luciano, es la persona menos dotada para generar soledad a su alrededor de cuantas conozco.

- Pero, si es verdad eso de que la soledad nace con nosotros,...

- Lee usted demasiado y tiende a confundir lo leído con la realidad.

- Para Agustín, mi antecesor, eso era una vivencia, un trozo de su vida.

- Que no es la suya, Luciano. Don Agustín parecía tener... ¿cómo le diría yo? dificultades para relacionarse con las mujeres. Eso le aislaba mucho, ¿sabe? Y éste no es su caso, amigo; que o yo sufro alucinaciones o, si de algo peca su señoría, es de encandilarlas más de lo que a su mujer le gustaría observar.

- Pero ¿qué dice, mosén? – protestaba el maestro desde su timidez.

- Nada, nada, nada. Hala, vamos a sentarnos al poyo, que seguro que ya va refrescando en la sombra.

Así lo hicieron. Y se quedaron ensimismados disfrutando del frescor de las primeras ráfagas de aire filtradas por el río y las arboledas del soto.

Las calles de Pueyo iban llenándose de vida: gritos y carreras de chiquillos, mujeres que regaban su parte de calle para matar el polvo y arrancar un frescorcillo reparador de las entrañas de la tierra, mozalbetes que llevaban a las eras merienda y agua fresca para los trilladores,....

En otro pueblo cualquiera, a esa misma hora, en el reloj de la torre hubiera sonado una campanada, o dos, para señalar que eran las siete y media. Pero Pueyo de Arbués era un pueblo humilde: todos eran pobres, hasta la parroquia, y nunca les había llegado para tener un reloj en su torre. Bueno, no todos eran pobres; había ricos, extremadamente ricos: don Juan Bernués y su hermano Luis, por ejemplo, que eran dueños de las mejores tierras de labor, de los mejores pastizales, de las parideras, del molino y de buena parte del caserío de Pueyo. Los dos eran muy afectos a la iglesia, pero mosén Damián no había conseguido nunca - y no faltaron intentos - arrancarles la donación de un reloj para la torre, ni aún pagadero en cinco años. Se podía conseguir así a través del obispado y además muy barato.

- Si viera qué descuentos, don Juan...

- Pues si resulta a tan buen precio, que lo pague el obispo, mosen. – había contestado el ricachón a la última proposición del cura -. No se preocupe, hombre: ya intentaré yo, en la próxima sesión a la que asista, que lo pague la Diputación Provincial – añadió alardeando de su condición de diputado.

 Había que distinguir, hombre, -pensó - Que una cosa era cumplir con la Santa Madre Iglesia y otra embarcarse en gastos suntuarios que a nada conducían.

- Pobreza de espíritu, mosen. Usted lo sabe mejor que yo... Y además ¿para qué están los relojes de pulsera, que no hacen ruido ni despiertan por la noche al vecindario? – decía, cargado de razón, como si la verdad no fuera que, en aquel pueblo, casi sólo él podía permitirse tal lujo.

A esa hora, pues, en que sólo en la cabeza de mosén Damián sonaban las campanadas de las siete y media, el cura y el maestro departían amigablemente sobre el asunto del reloj.

-Mosén, convénzase: si son ricos es porque no se lo gastan ni se lo han gastado en cientos de generaciones. Si fueran tan desmanotados como este maestro de escuela, llevarían las mismas sandalias desde hace cinco veranos, y porque se las habrían regalado, como a mí.

- Calle, calle, Luciano, y no se queje. Que yo sé que mis feligreses le tratan bien y le llevan buenos presentes.

- No me quejo de estas gentes, aunque algunos, como Germán el Pastor, no tragan muy bien que les obligue a llevar a los críos a la escuela. Pero los maestros nunca hemos podido pasar por capitalistas, ya sabe. Y para colmo fíjese en lo que voy a contarle: estoy empeñado en hacer con los chicos un mapa de España en relieve ¿se imagina? Cleto, el albañil, y yo hemos ido preparando, desde hace meses, la arcilla para hacer el modelo. Pero necesito escayola para el negativo y para la pieza definitiva y ¿sabe quién la va tener que pagar “de momento”, si le llegan los dineros? Pues este tonto que le habla. Bueno, el Secretario me ha dicho que igual... me la paga el Ayuntamiento. Así, sin seguridades. Porque, como no se fía, hasta que no vea la obra, no suelta un duro. Y después.... ya veremos. Igual tampoco le gusta y la hemos fastidiado.

- Está usted un poco loco, Luciano. Mira que empeñarse en un mapa en relieve. En el Instituto de Huesca tienen uno, pero en una escueleta de pueblo... Además tiene usted un mapa de España de esos enrollables en bastante buen uso. Y las ciudades y los ríos siempre estarán en el mismo sitio ¿no?

- Sí, pero ¿sabe usted lo que dice un proverbio chino?

                                    Lo que oyes lo olvidas,

                                   lo que ves lo recuerdas,

                                   lo que haces lo aprendes.

- Haciendo ese mapa, mis chicos van a aprender la geografía física de España ¡de carretilla y para siempre!, mosén.

El cura observó que al maestro le brillaban los ojos de emoción. Quedaron en silencio. Estaban sentados en el poyo de la fachada de la escuela, frente al muro de la iglesia que servía a los lugareños como frontón. Por la cuesta del castillo desembocaron en la plaza cuatro chavales gritones que hacían alardes de sus habilidades con el aro y el guiador. Aquel torrente de vida pasó por delante de ellos como si circulara por otra galaxia.

- Eh, muchachos – gritó don Luciano - ¿quién es el mejor con el aro? – Amago de discusión –Por cierto, cuando se pasa por delante de alguien, se saluda: ”Adiós”, “Buenas tardes”, “Hola”. No se pasa como el perro del tío Roque que, además de ser perro, está medio ciego. A ver, Paco, dile a mosén Damián el proverbio chino ese que habéis copiado en una cartulina para ponerlo al lado de la pizarra.

            - Lo que oyes lo olvidas,

            lo que ves lo recuerdas,

            lo que haces lo aprendes. – recitó sin pensarlo el muchacho.

- Muy bien. Venga, y ahora a jugar.

- Adiós. Buenas tardes. – se les oyó decir ya entre el ruido de los aros y los guiadores.

El cura sonreía con la demostración práctica del proverbio.     

- Sí, sí, estoy contento con estas gentes y con estos chicos. Ah, y tampoco me quejo del cura que me da la clase de religión en la escuela y..... que no le comunica al Sr. Delegado que no cumplo con parroquia.

- Ya cumplirá, Luciano, ya cumplirá. Dios le está esperando y usted es bueno.

Los dos pensaban recíprocamente que con personas así nunca existirían las guerras ni los odios. Callaron y se dejaron mecer por aquel dulce clima de amistad en el suave bochorno atenuado por el frescor del río y en el canto metálico y continuo de los grillos.

Eran dos amigos dispares, pero complementarios: el cura, un poco frío de trato, inhábil en la demostración de afectos, pero cargado de calma y esperanza, sosegado y apacible; el maestro, descreído, lleno de impaciencia y de ansias de justicia, amante de los suyos (familia, alumnos y amigos, “por ese orden”), y con un carácter irascible, volcánico. Pero algo los unió desde un día de septiembre, hacía ya un año, en que el maestro se presentó en la sacristía:

- Mosén Damián, soy Luciano Fanlo, el maestro nuevo – y le estrechó la mano, no se la besó a pesar de que el cura, por rutina, había ya iniciado el gesto.

- Mucho gusto en saludarlo.

La voz del cura no le pareció al maestro demasiado.... clerical: la cosa no empezaba mal porque, si algo odiaba Luciano, eran esas entonaciones melosas bajo las que ciertos clérigos escondían odios, soberbias, ambiciones...       - El gusto es mío. Y aún lo será más si, como espero, nos llevamos bien.

- Y ¿porqué nos habríamos de llevar mal?

- Hombre, yo se lo digo porque, la verdad, no soy una persona... muy de iglesia ¿sabe usted?

- Bueno, para eso ya estoy yo. Usted muy de escuela y yo muy de iglesia – Ambos rieron la ocurrencia -. Lo que sí le pediría es que, delante de los chicos, se portara usted como un parroquiano más, igual no muy fervoroso, pero... .

- Por eso no quedará, mosén; soy respetuoso: con los chicos, con usted y con la iglesia; por este orden, si usted me lo permite.

- Por supuesto. Y usted me permitirá, espero, que yo no desista en el intento de que vuelva al redil de la iglesia.

- Vale, vale, vale. Pero... no repita la metáfora del redil, que no me gusta nada. Y con eso pierde usted oportunidades de convertirme, hombre.

Rieron a gusto. Se iban a llevar bien. Seguro.

Y a lo largo de aquel año la sospecha se tornó certeza y, del simple llevarse bien, pronto pasaron a profesarse una amistad franca y serena, libre de obstáculos.

El cura se enteró pronto de que el nuevo maestro el primer día de escuela dejó claro a los alumnos que lo primero que les iba a exigir era que supieran respetar a todo el mundo: a sus padres y compañeros, a la gente mayor, sobre todo en el trabajo, y a los que servían a la comunidad, por ese orden.

- No hace falta que os explique lo de los padres y compañeros. En cuanto a lo segundo, os quiero poner un ejemplo. Vosotros en el recreo jugáis en la plaza, sobre todo al fútbol y al frontón. Vale. Pero, si un día pasa alguien que va cargado, está trabajando, lleva una caballería o algo así, vosotros pararéis y le dejaréis pasar; si seguís jugando y molestáis a alguien, os castigaré severamente. Y en el tercer punto, os quiero recalcar que, igual que me dais los buenos días a mí al entrar en la escuela por la mañana, cuando veáis, por ejemplo, al señor cura, lo debéis saludar con todo respeto y cariño: es un buen hombre y os quiere mucho.

- No vamos a poder jugar nunca a gusto – replicaba Andrés de casa Boira-: el señor Roque pasa todos los días con el burro.

- Pues tendrás que jugar a disgusto. Piensa que otros trabajan y levantan este pueblo mientras tú juegas. ¿Te ha quedado claro?

- Hombre, visto así...

- Pues así hay que verlo.

Al cura le pareció que el maestro era un buen cristiano, aun sin él saberlo.

Poco tiempo después, durante la misa de un domingo cualquiera, don Luciano, no demasiado pendiente del sentido religioso de la liturgia, observó que algunas hojas del misal cayeron por dos veces al suelo con el consiguiente incomodo de mosén Damián. ‘Debe de tener un cuadernillo suelto’, pensó el maestro.

Terminada la misa, don Luciano esperó al cura en el atrio y se ofreció a restaurarle la encuadernación del misal: quería darle a entender que su ofrecimiento de respeto del primer día estaba superado y que él había pasado ya a la fase de colaboración.

- Pero ¿usted sabe de encuadernación?

- Señor cura, creo que le va ser preciso un acto de fe; ya ve lo que son las cosas.

Mosén Damián lo hizo y a los quince días tenía en la sacristía los dos misales perfectamente restaurados. (Dos misales, sí: el cura era todo un hombre de fe). Agradecido, aquel domingo celebró misa con uno de ellos y, después del Ite, missa est se dirigió a sus feligreses:

- Habréis observado que hoy no se me han caído las hojas del misal. No es que sea nuevo, ya lo veis: es que nos lo ha encuadernado nuestro maestro, don Luciano. Que cunda el ejemplo de colaboración.

Ya en la sacristía, según se quitaba los ornamentos, pensaba que, ciertamente, habían tenido suerte con el maestro. Y consultó benévolo a la sacristana, que agradecía mucho estas deferencias:

- ¿Te ha parecido bien lo que he dicho del maestro, Tomasa?

- Pues sí, señor cura, porque es un hombre de bien, aunque no sea un meapilas como el de antes.

- Pues a aquel lo ascendieron a inspector.

- Porque tendría enchufe, digo yo, que lo que es por enseñar...

Al salir a la plaza, el cura vio a don Luciano, un poco azorado, hablando con el alcalde y el Secretario. Se acercó, comprendió de qué hablaban y libró al buen maestro las ‘generosas’ ofertas de don Juan Bernués, que pretendía restaurar su vieja biblioteca familiar con el trabajo de don Luciano.

- Eso no se hace, don Juan, que el archivo parroquial todavía necesita muchos apaños. Y este es mi encuadernador.

- Con la iglesia hemos topado, amigo Sancho – se lució el terrateniente delante de don Bernardo, el Secretario.

Alcalde y Secretario se despidieron cortésmente. Don Luciano, cuando quedaron a solas, recriminó al cura su agradecimiento público:

- Me ha puesto usted colorado al terminar la misa. Si no me promete discreción, no volveré a encuadernarle nada.

- No se habrá creído lo del archivo parroquial ¿verdad? Eso es mentira. Me ha parecido que no había otra manera más airosa de salvarlo de las garras de don Juan.

- Pues en pago de su mentira, digamos piadosa, le invito a un vasito de vino añejo y unas rosquillas: Pilar, mi mujer, las hace exquisitas. Además tengo que pedirle un favor.

Subieron al segundo piso de la escuela, que servía de vivienda al maestro. Doña Pilar, la maestra consorte, les presentó una bandeja de rosquillas, hechas de esa mañana, que no dejaron en mal lugar a su marido. Cuando mosén Damián, hombre de fe y de buen yantar, se encontraba en plena degustación entusiasta de la tercera rosquilla, don Luciano pasó al abordaje:

- Mosén, quería pedirle un favor: usted sabe, porque se lo he dicho y porque no es ciego, que yo no soy un hombre de iglesia...

- Ay, este hombre: siempre presumiendo de.... descreído – terció alarmada doña Pilar sustituyendo ateo por descreído – y en el fondo es un buen cristiano, no crea usted.

- Por sus obras los conoceréis, dice el Señor – sentenció el cura avalando el juicio de doña Pilar.  

- Bueno, vale. – interrumpió el maestro - A lo que íbamos: quería pedirle que dé usted en la escuela la clase de religión. Yo... no podría ni sabría.

- Trato hecho – y dirigiéndose a la esposa que ya hubiera querido intervenir recriminando, sin duda, a su marido –, aunque yo no tengo el don de la palabra que adorna a su Luciano, doña Pilar. Por cierto, si no les importa, les voy a apear del tratamiento de don. Entre amigos no está bien ¿no les parece?

A partir de ese día cuajó sencilla y definitivamente entre ellos una amistad que las circunstancias no hubieran hecho previsible.