Nudos que cortar

Nudos que cortar

  Nudos 
 Título      NUDOS QUE CORTAR
 Género      Novela
 Editorial      Mira Editores S. A. Zaragoza
 1ª edición      Noviembre 2017
 Nº de páginas      385
 ISBN      978-84-8465-535-0
       

 

 

Esta novela plantea que, tal vez, la tan denostada rebeldía de los seres humanos en su juventud forma parte necesaria del proceso de formación de la personalidad. El plácido equilibrio de la niñez se rompe para dar paso a una fase inestable y molesta para los que la padecen en carne propia o son testigos de ella. Pero tal proceso es tan necesario como lo es, en la formación de una rosa, que los sépalos del capullo revienten para dar paso al destino exclusivo que le espera de aroma, exquisito o no, y de hermosura, espléndida o humilde. Si tal rebeldía no se produce en el momento adecuado, la rosa o la personalidad naciente se deformarán, se frustrarán.  Quien quiera conquistar su Asia, su destino, debe cortar en el momento oportuno los nudos que se lo impidan por muy gordianos que sean.

Tal es el conflicto que marca la trayectoria vital de Carlos y Pedro, los protagonistas de la nueva novela de Javier Gracia. Ambos nacerán enfrentados a la opresión de un padre y amo tirano que pretende imponer su voluntad y caprichos a todos los que lo rodean, incluidos ellos dos, hijo y criado, respectivamente.

Amistades y odios, abusos y ternura, bondades y vilezas… se dan la mano en este caleidoscópico tapiz contemporáneo que nos muestra, siguiendo la mejor estela de la literatura de aprendizaje sentimental, el camino para convertirnos en hombres libres.

 

 

Capítulo inicial de la novela "NUDOS QUE CORTAR"

 

Un cierzo cruel arañaba la pobre tierra endurecida por la sequía. Remolinos de polvo árido, azotando los rastrojos, avanzaban hacia las huertas lejanas, donde el otoño se apresuraría a manifestarse, ajando el crecimiento y maduración de hortalizas y frutos tardíos. Los cantos de pájaro eran barridos por el ulular del ventarrón que había expulsado de sus vastos dominios incluso a eternos voladores como los vencejos.

De la panza turbulenta de la última nube de polvo tras la que todavía se ocultaban las huertas, emergían en ese momento dos figuras encorvadas de cazadores zarandeados por las violentas embestidas del viento, escopeta al hombro, zurrones vacíos al costado y sujetos sobre el rostro el ala del sombrero o el pico de la boina. En aquellos parajes, la perfecta indumentaria, armamento y pertrechos de uno de ellos indicaban a las claras que no podía tratarse más que del amo de casa Sandoval que regresaba de una jornada frustrada de caza acompañado de su criado. El primero, alto, fornido y elegante, caminaba, mientras podía, con el aire rabioso y altanero de quien se cree capaz de plantar cara a la naturaleza hostil. El segundo, caminando humildemente unos metros por detrás, trataba de resistir, con pasos toscos pero seguros y prudentes, las ráfagas rugientes del ventarrón.

Descontados inconvenientes climatológicos, don Ignacio e Isaías componían hoy su estampa típica de cualquier día de esos en que la caza se había dado mal: seriedad, silencio, zancadas largas y cuatro o cinco pasos entre criado y amo. Cuando perchas y zurrón rebosaban de piezas cobradas por don Ignacio, este provocaba la proximidad de Isaías caminando lentamente y comentando con verborrea incontenible y satisfecha sus lances reales o imaginarios de la jornada.

Muy distinto se había presentado este día al alba, cuando amo y criado habían salido de caza, y, a ojos profanos, todo parecía prometer una agradable jornada cinegética. Don Ignacio sabía que aquel año perdices y conejos no abundaban precisamente y que era más que probable que, aunque hiciera bueno, apenas cobraran una o dos piezas; y eso gracias a Bravo, su espléndido braco alemán que levantaba hasta la caza imposible. Bueno, pero, en cualquier caso, podría gozar – eso pensaba-quería él - de un día espléndido como ese aunque las capturas fueran escasas o… se torciera un poco el tiempo, como sospechaba Isaías.

El criado, caminando un par de pasos por detrás del amo, iba recitando sus pronósticos del tiempo que no coincidían precisamente ni con la bonanza que disfrutaban en ese momento ni con los deseos del amo. Don Ignacio conocía perfectamente sus habilidades para predecir lluvias, sequías, heladas y ventarrones y por eso le molestaban especialmente los comentarios del criado:

-Esta brisa de ahora se va a pasar. Antes de media mañana empezará el viento de verdad. Cambiando de dirección y fuerte. Cuando se agarran las nubes allá arriba en el valle, a las faldas del monte Airón, no falla: vientazo de norte seguro. Por eso se llama así ese monte.

-Calla, coño, que tenías que llamarte Jeremías en vez de Isaías. Ya soplará si sopla. Y, mientras tanto, daremos un buen paseo y… algo caerá, hombre. Aunque sea poco lo que salga, esta escopeta no perdona y este cazador menos.

El amo estaba orgulloso de sí mismo, por supuesto, y de su última adquisición, una sarasqueta que le habían fabricado de encargo en Éibar con el escudo de armas de los Sandoval grabado en las pletinas de la báscula. Isaías se encogió de hombros y se caló la boina hasta los ojos, no fuera que el viento se animara a madrugar. Ah, si él disparara con una sarasqueta como aquella, no fallaría ni una; estaba seguro: aun con esa escopeta vieja, heredada de su padre, todavía remediaba algunos de los fallos del patrón… Procuraba no hacerlo porque el señor se enfadaba y él tenía que pretextar que, ‘al escapar, la pieza se le había puesto delante de la escopeta’.

Guardando silencio siguió a don Ignacio que dirigía su paso vivo hacia Los Pardales, su cazadero preferido, el que siempre elegía cuando las presas escaseaban o quería amarrar el resultado.

-¿Sabes una cosa, Isaías? Pedro, tu chaval, tiene buena mano para las caballerías, eh: el otro día lo vi la mar de suelto y seguro en la doma de Rayo. Hasta consiguió colocarle un momento la silla de montar, que a ti me parece que el animal no te deja ensillarlo. Lo tienes bien enseñado, sí señor, y, con el tiempo, hará un buen caballerizo.

-No lo dude, don Ignacio, que, de más de que yo lo haya enseñado, mi chico tiene instinto para la doma. - Isaías, que apreció lo de “caballerizo” y no “mozo de mulas”, miraba al suelo escondiendo su orgullo de padre – Buen caballerizo, sí señor, y un criado fiel de la casa. Eso también. No lo dude, no.

-No lo dudo. Ahora, una cosa te digo, Isaías: que tu hijo podría ser un poco menos morugo, eh; que saluda, sí, pero casi no te mira a la cara. Y siempre anda escondido o escondiéndose. ¿Con vosotros habla, por lo menos con vosotros?

-Pues poco, no crea que nos aturde la cabeza, no. Las cosas las hace pero las habla poco. Es que es muy tímido ¿sabe usted?

-Sí, muy tímido muy tímido… no sé qué te diga, eh. Porque a la Consuelo bien que le sigue el rastro como un perrillo en celo. Y le echa unas miradas calentonas… que tú no veas.

-¿Usted cree?

-Pues claro. Que no te enteras, Isaías.

-Será, será. Pero bueno, ya sabe usted: cosas de la juventud, don Ignacio. A sus años hasta los ciegos ventean ¿no cree usted?

-Pues sí, hasta los ciegos y tu hijo que no lo es... Claro, que la muchacha se merece las miraditas, eh. Y algo más que miraditas también. Y tu chico a mi no me mirará, no, pero a la Consuelo…

Las botas camperas del amo marcaban un ritmo, a veces desigual, pautado por los montoncitos de tierra de los hormigueros que aplastaba, los saltamontes que hacía volar una y otra vez o las lagartijas que huían veloces de sus pisotones. Era su entretenimiento de caminante. Una de las manías que Isaías le recodaba desde niño. Como la de casi echar a perder el pan de la merienda haciendo bolas de miga con las que trataba de golpear a los gorriones que se acercaban. “Ellos siempre se aprovechan – decía entre risas -:atine o no atine a darles, ellos se zampan unas migas que les apañan el día”.

Otra de sus manías era la de aborrecer a grillos y cigarras “que aturden el monte sin dejarse ver”. Isaías recordaba que, de niños, el amo, su amiguete entonces, lo convencía para que le cazara grillos, porque a Isaías no se le resistía ni uno: localizaba por el canto la grillera, clavaba su navaja en la tierra de modo que tapara la entrada; luego la levantaba con la mano izquierda justo para dejar libre el acceso y, con la derecha, comenzaba a acariciar con una pajita al grillo escondido, que primero callaba y después comenzaba a salir marcha atrás; cuando ya estaba fuera, clavaba de nuevo la navaja y el animal ya no podía regresar a su grillera. ¡Cazado! Cuando ya habían caído tres o cuatro, el amo chico se divertía electrocutándolos en una especie de tabla eléctrica, una planchita de corteza de pino atravesada por cuatro hilitos de cobre con que sujetaba las patas del grillo y que, reunidas de dos en dos, introducía luego en el enchufe hasta socarrar a los pobres bichos.

Lo habían hecho muchas veces aunque a él le parecía una guarrada, sobre todo, por el olor a chamusquina que producía. Le parecía mucho más divertido que el señorito metiera los grillos en el dormitorio de sus padres para que, al hacerse el silencio, los grillos comenzaran a cantar y no los dejaran dormir. Entonces don Bernardo lanzaba horrísonas sartas de improperios y blasfemias que atronaban toda la casa. Y así, entre silencios, cantos de grillo y bramidos del señor pasaban la noche.

A Isaías se le venía entonces al recuerdo el día en que su propio padre los sorprendió en una de aquellas macabras fechorías de electrocución de grillos y les echó una bronca tremenda. Claro que, cuando se percató de que estaba riñendo al amo chico, la bronca cambió de rumbo y acabó siendo toda para él, el criado, por “molestar al señorito con esas barbaridades que solo se te ocurren a ti, Isaías”. ¡Toma castaña! Desde luego su padre se había sobrado: lo de los grillos no es que estuviera bien, aunque tampoco era para tanto, pero lo de echarle toda la culpa de la hazaña solo a él … siendo, encima, su padre… Además aquello le supuso no poder jugar con Nacho durante un par de días y era con él con quien más se divertía.

Claro, lo que pasaba es que entonces don Ignacio no era… el amo: para Isaías era Nacho, el hijo del amo, sí, pero sobre todo un chico de su edad, que no tenía hermanos varones y sí muchos juguetes y una casa enorme donde perderse e inventarse mundos para uso exclusivo de los dos. Resultaban estupendos las falsas o desvanes y, sobre todo, el ala oeste del rancio palacio de los Sandoval, una sucesión interminable y misteriosa de salones y dormitorios de suelos crujientes y poblados de muebles convertidos en espectros de sí mismos por enormes lienzos que los protegían y ocultaban. Un lugar perfecto para las correrías de ellos dos, amigos y cómplices de mil trastadas.

Una de sus aventuras preferidas consistía en aprovechar las horas del domingo, en que los padres de Ignacio recibían visitas que los mantenían ocupados, para explorar las habitaciones del último piso de la casa, revolver en los baúles de los abuelos y sacar trastos extraños y divertidos: viejos cuchillos de monte soldados por el óxido a sus vainas, botas de montar retorcidas, espuelas podridas de herrumbre, sombreros y gorros de todo tipo (de vestir, de monte, canotiers, bombines…), zapatos retorcidos, duros y enmohecidos, increíbles fajas de ballenas y miriñaques apolillados, vestimentas de hacía mil años, el monóculo y los quevedos de algún antepasado miope y hasta algún morrión casi sin plumas y más hundido que abollado.

Una vez les había dado por disfrazarse de “antiguos” imitando a los personajes de esa foto, tan rara, de una boda – Nacho decía que se llamaba “daquellotipo”, o algo así - que encontraron medio descolgada en una pared. Aquel día casi se había meado de la risa cuando Nacho se puso un traje de novia con diadema y todo. Estaba tan ridículo y tan… mono que era para troncharse.

La verdad es que la cosa casi había terminado malamente porque Nacho se enfadó mucho cuando Isaías le soltó “Pareces un mariquita” mientras se desternillaba de la risa. A Nacho eso le sentó muy mal y lo miró con ojos… de amo, como los que se gasta ahora. Solo se había solucionado el problema cuando él, para arreglarlo, se disfrazó a su vez de madrina y ambos rodaron por el suelo deshechos en carcajadas que apenas permitían a Nacho gritarle ”Pues tú pareces una maricona” mientras pateaba el pavimento entarimado sin poder contener la risa.

Con alboroto tan grande y descontrolado, aquel día habían estado a punto de ser sorprendidos por los amos. Menos mal que Remedios, la buenaza que todo lo remediaba, llegó corriendo para avisarles de que las visitas estaban a punto de marcharse y de que don Bernardo, al oír aquellos gritos y ruidos, no había dicho nada pero no hacía falta porque se le estaba poniendo una cara...

-Nacho, galán, ¿dónde estás? Y tú, Isaías. Venga, arreglad todo esto inmediatamente. ¡Vaya pintas que sacáis! – sermoneaba la criada haciendo esfuerzos por no soltar la carcajada - Como se entere la señora de que habéis revuelto el baúl de su abuela… se os cae el pelo, balarrasas.

A ellos les dio el tiempo justo para quitarse a toda prisa los disfraces y recolocar, o más bien amontonar, vestidos y adornos en los baúles mientras aguantaban el hipo de sus últimas risotadas antes de que llegara a sus oídos el vozarrón de don Bernardo, el amo, que atronaba:

-¿Dónde te has metido, Remedios? – Silencio tenso pautado por los pasos presurosos de la criada escaleras abajo – Sube y diles a esos locos malandrines que vengan inmediatamente a mi presencia.

Al pobre Isaías aquellos gritos y lo de “locos” y ¡“malandrines”! le sonaron como una terrible amenaza. Cómo tendría que estar de cabreado el amo para gritar de esa manera y llamarlos eso tan raro y que sonaba tan mal.

La bronca fue monumental, desde luego.

-¿Se puede saber qué demonios estabais haciendo allá arriba que se os oía desde el salón chillar y patalear como si estuvierais posesos? ¡Animales, que parecíais dos potros desbocados! Esta es una casa civilizada ¿os habéis enterado?, una casa civilizada donde se observa antes de nada la educación y las buenas costumbres. ¿Os habéis enterado, pedazos de bestia?

En ese momento la reprimenda cambió de tono y… de dirección para volcarse en él, como siempre:

-Claro, que lo que pasa, Ignacio, hijo mío, ya te lo he dicho miles de veces, es que un chico bien educado como tú no puede convivir con brutos como Isaías. O te volverás un animal como él. Y tú, patán, ¿qué haces dentro de esta casa? ¡Fuera! A divertirte con los burros y los cerdos que son los de tu calaña. No quiero volver a veros juntos nunca más ¿está claro, Isaías?

Claro no, clarísimo; - recordaba ahora Isaías siguiendo los pasos del amo en esta fría mañana de caza - había quedado clarísimo. Y el resultado había sido que, durante unas semanas, dejaron de verse casi del todo y que, por supuesto, tuvieron que abandonar aquellas exploraciones anticuarias.

Las exploraciones y, poco a poco, todo lo demás. Se le pasó entonces por la cabeza a Isaías la estampa de aquel otro día en que don Bernardo, el amo, en el balcón principal de la casa, con una mano en el hombro de Nacho y la otra trazando un círculo solemne sobre la plaza, adoctrinaba a su hijo:

-Mira, Ignacio. Todo lo que ves en esta plaza, menos la iglesia y la casa de los Galván, será un día tuyo; además de muchas de las mejores casas de Molinos y de las más fértiles tierras del término. Y un futuro señor de Sandoval debe educarse como es debido y rodearse de compañías adecuadas ¿me oyes? De los Galindo, los Galván, los Rupérez... Igual un día te casas con la hija de Galván y entonces ¡toda la plaza tuya! Sí ya sé que la galvana es muy feíta, pero patrimonio viene de matrimonio ¿sabes? Pero bueno, de momento, lo que tienes que hacer es convivir y jugar con chicos de tu rango, clase y condición; no con criados, pelagatos y muertos-de-hambre.

Y todo esto dicho en voz suficientemente alta como para que lo oyera él que – el amo lo sabía perfectamente - estaba jugando a chapas justo debajo del balcón.